En estos días nos hemos consternado con una retahíla de funestos acontecimientos en diversas partes del mundo. Como mexicanos, desafortunadamente nos despertamos con el ríspido sonido de la radio y con las invisibles noticias en los periódicos anunciándonos crímenes a tutiplén y desaparecidos a diestra y siniestra, y todo lo digerimos lenta y dolorosamente con los rasposos alcoholes de la encarnizada batalla social entre los diversos grupos políticos del país.
Es increíble este mundo surrealista nuestro, México no es la excepción en lo que a disturbios sociales se refiere. Desde el magnicidio en Noruega hasta los disturbios en las calles de Londres, ¿qué nos pasa como sociedad?, ¿en qué hemos fallado como habitantes de las ciudades? Las respuestas han de ser muchas y con una tupida auto recriminación que no escapa de la aburrida redundancia.
Pero prefiero enfocarme a la visión territorial de la problemática. Hay algo que sin duda disgusta a la población, hay algo que irremediablemente ha permeado maléficamente en el sentimiento de las personas, hay algo que subleva los ánimos de muchos habitantes de las ciudades y que conlleva a una rebelión contra todo y contra todos. Pero, ¿qué es éste mundial enemigo?, ¿cómo identificarlo, atacarlo y vencerlo?.... Se parte de un punto de vista conceptual cuando aludimos todas estas inhumanas conductas a un espontáneo y temporal brote malvado de violencia asociado a una explicable y remediable incomodidad e insurrección con el espacio que se habita, con el espacio que, es a la vez, continente y contenido y en el cual vivimos y deambulamos como seres vivos a diario; me refiero al gran contenedor, a nuestro gran habitáculo, a la ciudad.
Pero quizás el problema subyace en la errónea concepción del mismo, es decir, vivimos en él pero no vivimos por él; somos una extraña especie de seres humanos a quienes nos cuesta ser humanos. He ahí el problema. Dice el arquitecto Ernesto Velasco León que “la civilización es la cultura hecha ciudad”, creo que tiene razón. Es precisamente esta incultura lo que ha propiciado que hayamos transgredido las normas y las formas de vivir y convivir en las ciudades y es por ello que nos hemos convertido en seres incivilizados. Qué triste reconocer que, cual brotes esporádicos pero mortales de viruela negra, este mundo se vaya plagando de pestes, mientras se aniquila poco a poco y lentamente el espíritu más legítimo y genuino de la humanidad que debería ser el ser humano con los seres humanos, con nuestros prójimos y con todo lo que respire y habite sobre la faz de la tierra.
Creo que la solución, o al menos una gran parte de esta, está en la correcta administración del territorio, en el cuidado del ambiente físico, funcional y espacial de nuestras urbes y de nuestros hogares. Si vivimos felices y no sobrevivimos mediocremente nos comportaremos mejor como seres humanos y lograremos un ambiente más cordial y más habitable. Dice el ex presidente municipal de Bogotá, Enrique Peñalosa, que “una buena ciudad es en donde la gente quiere estar afuera de sus casas”, tiene razón y es una forma práctica de abordar con pragmatismo la problemática de la conducta del habitante. Es responsabilidad de todos, y sobre todo de los gobernantes y tomadores de decisiones, el planear y diseñar nuestros espacios, nuestras calles, nuestros parques, nuestros edificios y nuestras viviendas enfocados hacia la generación de comunidades y no sólo a la conformación de áreas delimitadas por barreras físicas en donde simplemente viven personas y familias.
La responsabilidad es de todos, cambiemos y reconfiguremos nuestras ciudades.