miércoles, 7 de diciembre de 2011

10 meses ha.

 
Hace diez meses que adolezco indefectiblemente de la presencia física de mi padre. Hace treinta y nueve años que su espíritu subyace en mí y se trinca en mi mente afanoso y recurrente.
Mi papá sigue siendo el pilar que sostiene mis ímpetus, mis fuerzas, mis ánimos y mis deseos, sigue siendo el hombre a quien más he querido en la vida y lo seguirá siendo hasta que mi hijo deje de ser un niño y perpetúe nuestras enseñanzas.

¿Cómo hacer que de mi pluma emanen palabras halagüeñas?, ¿Cómo sugerir perspectivas trazadas con emoción y júbilo si carecemos de la musa inspiradora para hacerlas? Sólo nos motiva y nos reconforta el poder contar siempre con el carbón del recuerdo en la punta del lápiz, ese que atisba siempre el rasgo correcto para plasmar con trazos perfectos la límpida figura de la silueta de mi padre.

Extraño el abrazo de sus palabras y el cariño de su mirada, extraño el abrazo reparador y la palmada en la espalda, dadora de fuerzas y de asertiva compañía. Es cierto que el hijo no emana de las entrañas del padre, pero también es cierto que el amor que profesamos por él emana de nuestras entrañas mismas.

Mi papá rozaba con excelsitud los linderos de la genialidad. Había en su voz el cántico divino de la sapiencia, de la bondad y de la seguridad transformada en verbo. El cariz de sus consejos eclipsaba a cualquier erudito y su mirada bonachona era el bálsamo que me reconfortaba y me hacía mirar al cielo con los brazos en cruz y con el corazón trepidante. Mi papá era el roble en un bosque infestado de enclenques matorrales.
Algún día reanudaremos charlas inacabables y tertulias memorables, algún día nos abrazaremos en algún lugar en presencia de seres inexplicables y de vistas panorámicas incomprensibles; algún día velaremos juntos por las vidas de los hijos de nuestros hijos, algún día.

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