domingo, 10 de abril de 2011

A Lerma. Un melancólico adiós.



Por razones de índole personal, nos hemos visto en la imperiosa necesidad de abandonar nuestro siempre hermoso pueblo de Lerma. Le hemos dado un melancólico adiós, cuajado de tristeza y de nostalgia; un adiós difícil, pues no resulta nada fácil desprenderse de algo que a través del tiempo se ha identificado tanto con uno mismo.

Echaremos de menos las horizontales oraciones de ese mar lermero, que vive bajo los auspicios de la más elevada belleza natural.

Posiblemente pase tiempo antes de que volvamos a dialogar con pescadores amigos, con hombres de manos encallecidas y tez morena, cuyo oficio es jugar con la muerte; escribiendo versos de espuma con las quillas milagrosas de sus frágiles “cayucos”.

Recordaremos siempre a los personajes característicos de ese risueño lugar; tendremos presente a nuestro desaparecido amigo Marcelo Gutiérrez González, un viejo agricultor que al correr del tiempo trocó los útiles de labranza por el comercio, y cuyas transacciones comerciales bien podrían ser regios argumentos de muchos cuentos. Durante mucho tiempo disfrutamos de la plática ingenua y graciosa de Marcelo, quien fue apodado “el licenciado” por los vecinos del lugar, pues se constituía en consejero legal de todos los que a él acudían. Cabe anotar que nuestro citado amigo no sabía leer, y por tanto sus conocimientos no podían ser muchos, pero suplía su incultura con una clara viveza. En esto consistía precisamente lo característico en él. “Por lo mucho que he leído a pesar de no saber leer” decía, y después explicaba: “Todo lo he leído en el libro de la vida”.

Cosas como éstas acuden y acudirán a nuestra mente, y si algún día nos decidiéramos a escribir, tendríamos mucho material tan sólo con recordar a los personajes típicos de ese pueblo, que por cierto tendrán siempre en nosotros un lugar de respeto, afecto y sincera consideración.

Asimismo, tendremos siempre una especial estima a los amigos de la infancia, gran número de ellos profesionales hoy, que lograron llegar a obtener sus títulos, después de sortear innumerables problemas, sobre todo de índole económica. Nos sentimos plenamente orgullosos de esas amistades y es imposible dejar de sentir una gran admiración hacia ellos, pues los vimos levantarse de una cuna humilde, hasta llegar a ser lo que hoy son; profesionales que con su esfuerzo plasman un hermoso ejemplo para aquéllos que, estando acomodados económicamente, prefieren vagar que hacer algo de provecho.

Así pues, guardaremos celosamente el recuerdo indeleble de esos días azules, de esos días de Lerma, bajo cuyo cielo y frente a sus puestas de sol fuimos felices espectadores, rendidos admiradores de esa policromía celeste, que en forma tan generosa nos era obsequiada cotidianamente. Un suspiro eterno por aquellos días.

Ojalá que al correr del tiempo podamos volver al citado lugar para conseguir como dijera un distinguido literato “pescar recuerdos con el cebo del paisaje”.
Pero, mientras tanto, viviremos añorando pasados años, años delicadamente perfumados por una suave brisa que se nos entregaba con la misma ternura con que nuestro mar, como exquisito amante, acaricia las tibias arenas, con las que jugábamos haciendo castillos, de los cuales esperábamos salieran princesas encantadas. Imposible olvidar la desesperante espera por ver el rayo verde en las tardes mortecinas; imposible olvidar los nerviosos momentos en que escrutando el horizonte suponíamos poder sorprender el paso de alguna sirena que fuese en busca de su amado y que con su canto confesara el amor que por él sentía.

Y si algún día volviéramos a ese Lerma, al que hoy extrañamos, volveríamos quizá a tratar de sorprender el romántico canto de una sirena triste, que en vano trata de buscar un refugio bendito en donde pueda entregar el amor sublime que su pecho guarda.

De nuestros labios parte un melancólico adiós a ese pueblo hospitalario y noble, de audaces pescadores, los que, como dijéramos anteriormente, juegan con la muerte, escribiendo versos de espuma con las quillas milagrosas de sus frágiles “cayucos”…

José Luis Llovera Baranda. 

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